Luego de múltiples llamados a revisión, escándalos con su política de garantías, promesas vacías y dueños molestos, Fisker admite derrota y entra en bancarrota. Esa marca eléctrica que intentó jugar a la par de Tesla, pero se quedó tan corta que se convirtió en el hazmerreír de la industria. Ni Vinfast ha hecho tal “papelón” como dirían nuestros amigos argentinos.
Si tuviera una moneda cada vez que Fisker entra en bancarrota, tendría dos monedas. Que no es mucho, pero qué curioso que sea la segunda vez que ocurre. Tal vez sea un caso de decirle a Henrik Fisker que, si bien admiro su perseverancia, tal vez es hora de admitir la derrota. No hay nada malo en ello y como mínimo podría preservar algo de su reputación.
Usted no aprende, ¿verdad?
Este drama de Fisker, que honestamente da para hacer una película, comienza en 2016. Luego de su primer intento con el flamante pero fallido Karma, Henrik Fisker decidió intentarlo de nuevo y apostar a la era eléctrica fundando una vez más la marca que lleva su nombre, con ayuda de su esposa Geeta Gupta-Fisker.
Luego de encontrar inversores, reunir el capital necesario para iniciar este nuevo capítulo y entrar a la Bolsa de Valores en Nueva York, Fisker reveló en 2019 su primer modelo 100% eléctrico: el Ocean. Una camioneta de lujo con uno o dos motores que prometía un rango de 450 a 700 km. Fisker forjó una alianza con Magna-Steyr (los mismos responsables del MB Clase G) para ensamblar al Ocean.
Todo marchaba bien, con el Ocean planeado para debutar en 2021. Hasta que pasó lo que usted ya sabe: la pandemia.
Una cacofonía de errores
Antes de su bancarrota, Fisker no fue un fabricante automotriz, sino un circo completo. Uno que hace que los estrategas de Ferrari luzcan competentes.
Todo lo que pudo salir mal, salió mal. Fisker tomó decisiones sin sentido como evitar crear piezas de repuesto para los Ocean, crear un canal de atención al cliente atendido por una inteligencia artificial, pedirle a sus empleados que viajaran a Austria y “tomaran partes” de la línea de producción para tener refacciones, en fin. Lo más ridículo fue no tener un equipo contable ni un registro de sus movimientos financieros, detalle que les impidió tener una idea real de las deudas y gastos.
Nos cansamos de ver llamados a revisión del Fisker Ocean, a la vez que la marca prometía tres modelos más: el Pear, la pickup Alaska y el deportivo Ronin. Miles de dueños no podían seguir sus órdenes o recibir sus autos reparados por falta de piezas, en fin. Sólo faltó que el Ocean se incendiara de forma espontánea.
Dos* strikes y estás fuera
Con más y más deudas acumuladas, problemas con sus vehículos que no podían repararse, planes para desarrollar al Pear cancelados y empleados al borde de la desesperación, Fisker declaró por fin su bancarrota. En concreto, la bancarrota tipo “Chapter 11” bajo la ley estadounidense, que permite a la marca liquidar todos sus bienes y activos para resolver sus deudas y problemas, en esencia “protegiéndolos” de acción legal siempre y cuando logren resolver esas deudas.
Así como el Ocean, un vehículo que rehúsa a ponerse en marcha, Fisker nunca logró despegar por segunda vez. Toda la producción de sus modelos, sus canales de venta y hasta llamados a revisión quedaron pausados o cancelados, hasta que la compañía logre liquidar y saldar sus préstamos.
Así que una vez más Fisker, no te conocimos muy bien pero adiós. Es de grandes reconocer que este negocio de los automóviles no dio frutos y con esta segunda bancarrota, quizá Henrik Fisker reconozca que hacer sus propios modelos no es lo suyo. Mejor volver a ser un diseñador automotriz independiente.
Los únicos afectados por los que debemos sentir algo de empatía son aquellos que creyeron en la marca y compraron uno de sus autos. No sólo por los problemas mecánicos y de calidad, sino porque tienen un vehículo que literalmente se devaluó más que la moneda de cualquier país africano.